martes, 2 de diciembre de 2008

La yerra/Don Urrutia

Eran las 7.30 de algún Sábado de Noviembre. Había amanecido un muy lindo día. El cielo brillaba en un azul furioso donde dos nubes se paseaban sin pedir permiso.

Llegué cabalgando hasta la manga con un tal Ferrer que no paró de hablar en todo el camino.

Estábamos conversando con la gente invitada para la ocasión. Algunos protestaban porque había un buen fogón pero faltaban la pava y el mate. Cierta hacienda esperaba en los bretes la vacuna de rigor, el resto lo hacía en los corrales mugiendo rabiosa a sabiendas de lo que se venía. Después de un rato y ya dentro del gran corral redondo, nos disponíamos uno al lado del otro a revolear los lazos. Eramos catorce y ansiábamos empezar. La yerra es quizás la única o una de las pocas oportunidades para tirar el lazo y manear los animales para luego caparlos. Es una tradición que hoy en día se practica cada vez menos en las estancias, pero que como toda costumbre campera es de lo mejor. En general, peonada, capataces e invitados van todos muy bien vestidos. La bombacha sujeta a la infaltable faja, siempre metida adentro de botas de caña alta (de cuero bien lustrado), los facones por delante y por detrás de la cintura, tal vez algún pañuelo al cuello, la obligada boina y el muy pituco hasta con un sombrero. En fin es una fiesta para todos menos para los terneros. Una lástima que en general ya no se practique más.

De pronto un paisano abrió la tranquera y salieron como exhalación diez terneros. Al instante se empezaron a agitar los lazos. Los primeros cinco fallaron, el sexto enlaza pero no manea (no vale), entonces le saca el lazo al animal y lo deja seguir. En esa ronda nadie agarra nada. Los terneros se empiezan a poner cada vez más nerviosos. Hace mucho que no llueve por la zona y la tierra vuela cada vez más. A esa altura la hacienda ya no va en fila y agarra por cualquier lado. Por donde vaya el animal va a haber un cristiano tirando el lazo. No tienen opción pero resisten igual. El final es sabido pero no se entregan. Un ternero se quiere escapar pero se da de frente contra el alambrado. Un paisano lo quiere agarrar de la cola pero no lo consigue. A esta altura, la acción se torna un tanto peligrosa, la tierra vuela demasiado, cantidad de lazos dando vueltas por el aire, los animales cada vez más nerviosos y enojados. Se dificulta cada vez más la visión, ya no veo a toda la peonada. Solo alcanzo a ver los cuatro que están delante de mí y los tres que me siguen detrás. Con tanto movimiento a uno se le cae el facón al suelo. Cuando se agacha a juntarlo, un ternero de hocico blanco que viene escapándole a los lazos, lo embiste y como si nada sigue su furiosa carrera. Pensé lo peor. El hombre se quedó tirado en el piso unos 40 segundos. El resto siguió tirando los lazos como si nada hubiera pasado. Le grité -¡Willy estas bien!, se paró, se dio vuelta y me miró. Tenía la nariz y la boca llenas de sangre. Se rió y me dijo -¡bien bien!. Era la respuesta que daba siempre. Se llevó la mano derecha a la boca, como tocando si todavía tenía todos los dientes y salió del corral encarando para el molino.

Como al rato decido tomarme un descanso. El sol empezaba a calentar cada vez más fuerte. Por el calor que hacía me imaginé que ya serían como las 12 y me fui también yo al molino.

Cuando ya estaba de vuelta en el corral quedaba muy poco terneraje. El calor y el cansancio también habían hecho lo propio con los paisanos, cuando de repente comencé a observar a Don Urrutia.

Este hombre era el encargado del campo vecino, alambre de por medio con el mío. Era zurdo para el lazo, siempre lo tiraba con un cigarro en la boca, medio aplastado, medio consumido y con una ceniza larga. Si no maneaba nada (ese no había sido su día de suerte) iba corriendo con el facón desde donde lo llamaran y con suma rapidez capaba los terneros y ponía los huevos del animal en una cacerola, que era llevada por un gurí al lado de la parrilla, para que después los comamos todos como antesala al gran cordero. Es realmente rica la criadilla (los huevos de ternero), es muy parecida al chinchulín pero más sabrosa. Posteriormente a capar, caminaba con paso cansino hasta el borde del corral, limpiaba el facón, se subía la bombacha y se acomodaba la faja. Esto lo repetía con cada animal que terminaba.

Cuando finalizamos con todo el terneraje, largamos la hacienda al campo. Era la hora de lavarse un poco la cara, afilar el cuchillo y darle al diente. Mientras me estoy lavando un poco, escucho que Don Urrutia agradecía el convite pero que no podía churrasquear. Decía que tenía gente inseminando en su campo, que no podía descuidar eso, que estaba todo mugriento y que no podía comer así, etc. El paisano que lo increpaba le pidió una y cien veces que se quedara, no hubo caso. Yo también intenté persuadirlo pero tampoco tuve suerte. La verdad que me quedé con ganas de hablar con aquel viejo, que me contara alguna de las tantas historias y anécdotas que habrá vivido en tantos años trabajados en el campo.

1 comentario:

iuri izrastzoff jr. dijo...

muy sabroso el relato, pero para un vegetariano ha sido tremenda barbarie!
abrazo.