martes, 2 de diciembre de 2008

Miseria como primer nombre

Esta vida que deslumbra para bien o para mal, cada día de nuestras vidas, ha llevado a muchos personajes a una colapsasión sin nombre. La perdida de la fe, el orgullo olvidado en alguna esquina, el todopoderoso deja de ser una realidad para convertirse en una simple anécdota. Mientras tanto las lágrimas corren por sus mejillas, no dan respiro, ya no se conforman con llorar en un rincón obscuro, ahora directamente lo hacen en la parada del colectivo, a la vista de todos. Sienten pudor, pero de todas maneras no pueden frenar el torbellino de sus vidas internas. Ya ni la colección de pañuelos que les regaló su abuela les sirve. Seres desdichados, ya no les interesa secar sus lágrimas, quizás el viento de la ciudad se las seque.

Su inestabilidad emocional esta presente desde que se levantan hasta que se acuestan. Tirados en una cama, tratan de revivir esa infancia que los tenia como protagonistas fundamentales de aquellas épocas.

Mirando el techo de esa obscura habitación descubren la humedad que emerge de él. Pareciera como si en cualquier momento se fuera a venir el mundo abajo, pero eso lo sintieron desde el primer día y sin embargo siguen respirando y el techo es solo una amenaza. Pero se dan cuenta muy a pesar suyo que el pasado es solo eso "pasado" y descubren que su presente es la nada.

Las cuentas siguen pasando por debajo de la puerta y así como llegan van a parar al tacho. Alguna vez intentaron el suicidio, pero más miserables se sienten al darse cuenta que no tienen el valor para hacerlo.

A medio vestir salen al balcón y prenden un cigarrillo. Tienen más nicotina en sus venas que vidas pueda tener un gato. Se regodean la vista mirando a la vecina, una gorda sesentona de bombachudo blanco y remera color crema, que esta en este preciso momento colgando la ropa trepada a un pobre banco. Piensan en las ganas que tienen de acogotar ese loro que se la pasa repitiendo todo lo que escucha por televisión. A pesar de su escasa movilidad la vecina siempre está atenta. Cometen el error de compararse con su vecina y llevan las de perder. Se reconocen como unos desgraciados.

Miran al cielo, las luces de la ciudad complican su visión, a pesar de eso ven como tímidamente brillan algunas estrellas. Se recuerdan la vez que a su ex pareja le prometieron que le pondrían la vía láctea a sus pies.

El cigarro se va consumiendo, la ceniza se hace larga, dan grandes bocanadas, el cigarro parece eterno pero finalmente cede y lo tiran contra algún techo vecino.

Son esas noches de otoño y se pone fresco en el balcón. Se pone la piel de gallina. El 133 pasa hecho una furia por Avenida Chiclana, casi todo Parque Patricios duerme.

Van a buscar una cerveza a la heladera, miran la pequeña botella esperando una respuesta, algo que les solucione sus vidas pero no obtienen nada a cambio. Eructan con tal magnitud que hace eco entre las chapas del vecindario.

Hay demasiada bronca contenida, hay demasiados años de frustración sobre sus humanidades.

Cierran la ventana, van a mear al baño, se miran al espejo y como siempre les desagrada lo que ven. Ahora se dirigen al cuarto, la cama está destendida, corren el cenicero abarrotado de colillas, tiran la ropa que había en la cama al piso, se adentran y se tapan con una manta donde las polillas varias veces han estado de fiesta.

Antes de apagar la luz se secan las lágrimas con la punta de la sábana.

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